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Foto del escritorDon V.

Donde termina el (pre)juicio, empieza la verdad



Vivimos entre espejos que no elegimos, pero que, sin embargo, deforman nuestra imágen. Hay quienes, desde las sombras de sus propios miedos, proyectan dudas y cuestionamientos hacia terceros, como si esos caminos debieran ser juzgados por el prisma de sus propias inseguridades.


Me resulta llamativo como se construye una vida en la negatividad, una fortaleza desde la cual lanzan juicios y determinaciones al mundo todo. Tal vez lo hagan para apaciguar su propio caos, para sentirse menos solos en el vacío de sus certezas perdidas.


Pero, cuánto de esa oscuridad decidimos aceptar como nuestra? Por qué dejamos que su visión estrecha manche el horizonte amplio de nuestras mismas posibilidades?


Posteriormente, la soberbia, ese manto pesado con el que algunos se cubren para elevarse artificialmente. Creen saber, entender, poseer mas, desde una moral impoluta desde la cual pueden dictar sentencias que no les corresponden.


Juzgan como dueños de una verdad universal que nadie concedió, como si su superioridad autoimpuesta otorgara un derecho de condicionar vidas ajenas. Moralistas de ocasión, dictan reglas que ni siquiera aplican a sus propias existencias.


Señalan desde la lejania, inmunes al impacto real de las cuestiones que condenan, seguros de que su determinacion es una contribución al orden del mundo. Pero, no existe nada más egoísta que pretender moldear la vida de otros bajo la sombra de nuestras propias carencias.


Luego está el delicado arte de valorar a las personas. Hay una distancia insondable entre cómo las imaginamos antes de que entren en nuestra vida, cómo las sentimos cuando compartimos el presente y cómo las reinterpretamos cuando ya no están.


Lo cierto es que vivimos atrapados en un diálogo constante entre el eco de otros y el sonido rumiante de nuestra propia voz. Y en esa batalla, el verdadero desafio no es silenciar al mundo, sino aprender a escucharlo sin perderse en el ruido, reconocer, que quienes nos rodean tienen el poder de influir, pero no de definirnos.


Porque finalmente, la única forma de valorar sin distorsión es entender que todo ser humano es un reflejo imperfecto, no de nuestras expectativas ni de las opiniones ajenas, sino de la compleja belleza de ser, simplemente, imperfectamente humano.

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